
Capítulo I. El desierto de Altar
Con cada amanecer, el horizonte se pinta de blanco. Los buitres ya extienden sus alas y buscan rastros de animales en el incandescente desierto. Son las tierras de los Tohono O’odham, o pápagos, como fueron llamados hace unos ayeres. En estas arenas se traza la historia de un pueblo nómada que solía atravesar los parajes yermos para cazar y recolectar frutos silvestres. Desde Waw Giwulk, su morada, el Hermano Mayor siempre los cuida. Épicas batallas son cantadas en alabanza por sus hazañas, cuando los liberó de la gran serpiente.
Pero ahora, otras pisadas se ven con más frecuencia en estas arenas. Los misioneros jesuitas venidos del sur se hacen presentes, buscando cartografíar los límites de estas inhóspitas tierras, intentando descubrir si la isla de California en realidad es una península, o si las tribus del norte podrán ser persuadidas de abandonar su pobre país para instruirse en el cristianismo, condición para acceder a terrenos más fértiles y al agua.
Aridez y muerte, indios y animales, en la crónicas son descritos constantemente como semejantes. Pero lo que ignoran es que aquí, los ciclos del desierto son memoria y las señales del viento muestran el camino, al igual que las huellas del coyote. Hay vida en múltiples formas, algunas que difícilmente serán domadas bajo la cruz y la palabra.
Por eso, en los pergaminos las descripciones avanzan con dificultad, pues el desierto también es ancestral y no es dócil. Al Poniente emerge la noche, prueba de que el cosmos es cíclico. El mundo late en las cuatro direcciones, y la historia de los Tohono O’odham no se escribe, sino que resiste en salvajes voces.